El oficio remunerado del escritor.

La pregunta más común que se hace al conocer a una persona adulta es, ¿a qué te dedicas? La respuesta puede ser sencilla: Estudiante, ingeniero, abogado, ama de casa, etc. Sin embargo, existen casos en que la respuesta puede ser compleja. Un ejemplo es la del artista. Claro, si alguien dice que su oficio es ser artista, en realidad no desea contestar la pregunta. Los oficios artísticos son variados y en muy pocos casos son remunerados.

El arte hace que uno lleve un estilo de vida complicado que demanda de varios sacrificios. Todos los oficios demandan sacrificios, pero los que se desprenden del arte, son especiales, raros y exóticos. Las causas son variables, pero, quizás, la más influyente es la dificultad de crear una vida económica estable. De ahí que sea complejo responder a la pregunta: ¿a qué te dedicas?, a un artista. Aquí me enfoco en la de escritor, aunque en mi experiencia aplica a cualquier oficio artístico.

Sin entrar en detalles de lo que es laborar en una obra por encargo; concepto por el cual muchas cabezas ansiosas devalúan el oficio artístico. Los escritores trabajan por lo general en su obra mientras hacen otras tantas labores. Cualquier persona que se aventuró por el oficio de la escritura y, por una cuestión de completa vanidad y narcisismo, creyó que podría vivir y pagar cuentas después de escribir su primera novela, cayó en la trampa de la televisión. Fantasía romántica que sólo unos pocos viven. Pocos, es decir, mucho, en el caso del oficio artístico. Por eso, cuando el escritor dice que a eso se dedica, la siguiente pregunta es: ¿qué libros has publicado? Como dato, muchos escritores no han publicado, y algunos, nunca lo llegan a hacer en toda su vida. Un oficio no es determinado por la generación de capital. Tampoco se determina con base en resultados o exposiciones de su trabajo.

¿Qué hace a un abogado ser abogado? ¿Crear documentos legales? ¿Llevar un caso legal ante los tribunales? ¿Estudiar de abogado pero trabajar como asesor financiero en un banco? Un abogado es una persona que hace labores de abogado. No deseo ahondar en el asunto de que un abogado se haga llamar licenciado y bajo este título —bastante ambiguo—, se englobe una serie de actividades generales. De vuelta al asunto, escritor es quien hace cosas de escritor: escribir.

Escribir, es un oficio extenuante y poco remunerado. La apuesta del sueño de publicar un libro y vivir de las regalías de este es muy alta. Por eso muchos escritores trabajan de muchas formas para sostener su sencilla forma de vida. Eso no quiere decir que por este motivo arrojen todo por la borda y nunca intenten publicar. Porque a pesar de las bajas probabilidades, llegan a existir casos de que alguien viva de sus regalías y demás recompensas que traen la fama. Mientras tanto, el escritor debe de laborar en un universo que reparte bofetadas de realidad a cada minuto.

Como toda labor profesional, cuando se llega a ejercer en el mundo real de las incertidumbres, descubres el verdadero valor de la pasión sobre tu vocación. Esto es, cuando se sale de la escuela, taller, universidad, academia… a buscar el pan sin ningún tipo de protección y apoyo, es cuando se enfrenta a la realidad de la vida. El escritor tiene que decidir si apostar por su sueño y arriesgarse a vivir en la miseria o tomar un camino seguro, de adulto, pausado. Porque el principal despertar que te regala esta nueva realidad es que nada, ni siquiera una extraordinaria novela, te garantiza el éxito, la fama y el dinero.

Si el escritor supera esta etapa y decide por continuar en el camino, se ve en la necesidad de encontrar variadas fuentes de ingreso. La razón por la cual los escritores no viven de sus novelas es lógica: en el país hay cada día menos lectores y además, estos cada vez leen menos libros.

Fomentar la lectura no es una labor sencilla en la actualidad. Para leer se necesitan personas con paciencia y que sepan aprovechar sus ratos de ocio. Es común observar a las personas, al sentirse solas, amenazadas por el silencio y la reflexión, clavar su mirada en un celular de manera inmediata. Cargar con un libro impreso en manos es una cuestión meramente estética. El disfraz moderno del inteligentísta de cafetería.

Otro factor que abruma al escritor moderno, ¿para quién escribir? Los lectores nacionales son arrastrados lejos de las costas nacionales por letras y autores extranjeros. Es cierto, en México, siempre apoyamos a lo que proviene de otras tierras, sobre todo cuando de la cultura se trata. También el autor, es un necio que busca llegar a una clase media ignorante que invierte en la incultura. El resto, aquellos que no se identifican o conforman con vampiros adolescentes o magos infantiles, quedamos abandonados en busca de los pocos autores que hablan de historias más apegadas a nuestra realidad.

Nadie dice que no se lean historias de autores extranjeros. Leer es necesario en un país que desea llegar a una verdadera democracia y enriquecer su cultura. El problema es que con el bajo nivel de lectura, los tres o cuatro libros que se escogen, son de autores extranjeros.

También está el precio de los libros. El FCE (Fondo de Cultura Económico) hace un esfuerzo para dar libros a precios baratos. En su mayoría los considerados clásicos. Pero, como todo intento del Estado, se queda corto. Porque el FCE llega a pocos lugares de la Ciudad de México. Y si aquí llega a pocos rincones, en provincia es claramente inexistente. Así que no pidamos peras al olmo.

Por supuesto, los autores obedientes, los buenos estudiantes, los chamberos, pelean por subsidios. Otros quedan a expensas de las iniciativas privadas para generar opiniones, anuncios publicitarios y otras formas de motivar el consumo. El autor salvaje e independiente es una especie que está en peligro de extinción. Mantiene su libertad en la autopublicación o la editorial independiente.

El argumento de que muchos de estos escritores salvajes escriben sin ningún decoro en las reglas narrativas o sin atención a las reglas de redacción básicas es cierto. Y, ¿eso qué? Sus textos rascan con las uñas a lectores que los escritores pomposos abandonan. Además, es difícil ser leído en un país centralista. Los intelectuales, para llamarse fervientes de la libre expresión, censuran demasiado, directa e indirectamente.

Deberíamos de vez en cuando buscar y leer a algunos de estos autores. Sus historias resultan frescas, entretenidas y, como placer extra, es maravilloso leer una narración que se desarrolla en lugares comunes a nosotros. Que hablan una lengua y modismos familiares. Y que los héroes son más parecidos a nosotros, a nuestros vecinos y amigos, con nombres latinos, a diferencia de parecerse a esos extranjeros molestos de las costumbres y tradiciones del país.

En una verdadera democracia debe existir todo tipo de discursos y opiniones. Con algunos estaremos de acuerdo con otros no. Siempre debe de haber una confrontación de todo lo que se piensa y se dice. Si esto fuera real, los escritores no tendrían que estar buscando y evaluando tendencias. Escribir párrafos para promover ideologías a cambio de dinero para pagar la renta. Un país se debe de distinguir por la libertad que gozan sus artistas para mostrarse a través de su obra.

Aunque de dientes para afuera, todos decimos leer, apoyar el arte nacional y sentirnos muy orgullosos de nuestra cultura, la realidad muestra otra cosa. Aquí vemos mal a los emprendedores. Los satanizamos, nos esforzamos en hacerlos claudicar con la justificación de evitarles el sufrimiento del fracaso. Esta visión realista de la situación es trágica. Porque desde hace décadas las propagamos y no hacemos nada para cambiar las cosas. Se sigue mirando al artista como un apático y al emprendedor como un soñador.

Todo aquel ciudadano que desea intentar algo distinto y tomar riesgos, antes tiene que luchar contra la tradición y costumbre insertada en la cabeza de nuestros paisanos.

Porque en la actualidad puedes hacer lo que se te venga en gana. Pero bajo ningún pretexto, puedes dejar de consumir, dar la espalda a los mitos políticos que promueven una clase media aborregada y tener ideas propias. Porque es la única forma de justificar una democracia mediocre.

Si algo hemos visto en los últimos 35 años, es que esa clase que etiquetamos como intelectual no tiene patria ni bandera. Pues la clase política compra sus almas. Y, en un país donde se venera a la ignorancia, el intelectual, si desea sobrevivir, tiene que firmar con sangre esos contratos. Porque el público se olvidó como y en que invertir su tiempo de ocio. Un aparato pequeño que lleva en las manos controla ahora sus horarios, sus distracciones y sus decisiones. Ninguna enfocada a desembrutecerlo.

Para muchos quizás sea un pesimista. La esperanza y la fe no ayudan por más que uno quiera. Lo hace la acción. Pero para tomar acciones debemos asumir la responsabilidad primero, y esto, es muy complicado. Estamos arropados por un orgullo y ego mezquino que nos hace creer en que deshacernos de bolsas de plástico o andar en bicicleta va a cambiar las cosas. Lo primero que escupimos, como buenos cristianos, es decir que esto representa un cambio, pequeño, pero por un lugar debemos de comenzar. No, ese es el engaño. Si lo que queremos es cambiar las cosas debemos de tomar medidas radicales. Tan radicales que estaríamos pensando en una utopía. Mejor seamos realistas y preparemos a las generaciones futuras para los cambios que vienen, porque ya son inevitables.

Existe el miedo, de que al abrir las puertas a cualquier escritor, se asomen farsantes y sofistas. Por eso se inventaron los filtros de académicos, de conocedores y de editores. Para evitar que cualquier hijo de vecino publique, algo que vaya en contra del decoro costumbrista. También se corre el riesgo de que el texto sea visto como fundamental, absoluto y real. Entonces la idea de los filtros se escucha bien, pero, ¿quién les otorga esa autoridad moral a todas esas personas? Esa es responsabilidad del lector, del público, que tiene, en teoría, la capacidad de rechazar o aceptar, lo que expresa un artista. Como es que, censuramos y callamos, a aquellos que muestran a través del arte y permitimos que políticos y burócratas –sátrapas, ignorantes e inmorales todos éstos–, señalen y juzguen. Mucho tiene que ver que somos una especie que no disfruta de las sorpresas. Por eso, creamos –y terminamos por creer en ellas– figuras que de autoridad. El gran problema es que al hacer esto con la cultura, terminamos todos por pensar igual, opinar igual; y con miedos similares.

No hay mucho por hacer para solucionar este asunto. Estamos ya muy dentro del hueco y somos muchos los que vivimos con miedo a los cambios. La exploración, la aventura, la curiosidad no son las características más sobresalientes del ciudadano actual. Aunque sí los hay, sus fracasos y éxitos son los que mantienen esa ilusión a la que le llamamos progreso y civilización. Como ocurrencia podríamos leer todo el contenido impreso que nos caiga en manos. Hacer el hábito de leer al menos 30 minutos al día y por cada libro de autor extranjero, leer uno nacional. Si esto lo hiciéramos todos los alfabetos, ni así cambiarían las cosas. Porque somos adictos a la inmediatez. Además, quizás no existan muchos autores impresos con distintas perspectivas y vendiendo libros, pero sí existe un medio de comunicación que publica, sin censura, montones de opiniones y textos. Y estas existen, quieran los internautas o no.

De continuar con esta tendencia sin crear una conciencia de cuestionar lo que se lee, escucha y mira, eventualmente, como ya ha sucedido en nuestra historia, el Estado va a meter las manos y quitarnos esa libertad. Porque como mayoría, seguimos siendo una especie de borregos miedosos, guiados por medio de mitos. Entre menos identidad tengamos, menos sinceridad.

En cambio, el escritor que tiene otra perspectiva; él que aún desea contra historias y vivir de ellas, terminará por desaparecer o, si quiere sobrevivir, tendrá que imprimir y pensar como la mayoría lo hace.


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