La cultura de estorbar.

Estorbar es una de las grandes estrategias de la competitividad. Desde ponerse frente al contrincante para evitarle el paso y permitir que otro —integrante de tu equipo— gane, hasta utilizar la defensa para evitar anotaciones de puntos del equipo contrario. Los eventos deportivos son imitaciones de las estrategias de un campo de batalla.

Cualquiera de las filosofías que nos rigen, sea la del Logos o el Dao, competir está incrustado en nuestra naturaleza primaria. Ganar o morir, es el lema por el que vivimos.

Vince Lombardi hizo popular la frase: “Ganar no lo es todo; es lo único”. Toda esta filosofía está bien para las competencias, pero, ¿por qué todo en nuestra vida tiene que ser competencia externa? ¿Dónde queda nuestro sentido de la cooperación?, o ¿cuándo es competencia y cuando no lo es? Las respuestas quedan en cada individuo según sus metas y estilo de vida.

Progresistas.

La modernidad, el progreso, y sobre todo, las grandes ciudades, han trascendido la competencia deportiva, y la del campo de batalla, a todos los niveles. Ganar o morir. La cultura de la competencia, no creo que sea ni mala ni dañina, cuando se aplica a ciertas actividades. De hecho, mucho de nuestros avances se deben a esa constante competencia. Aunque la mejor competencia que puede haber es con uno mismo; para nuestra naturaleza primaria, las victorias personales quedan insatisfechas, a menos que las validemos con el reconocimiento ajeno. Como dijera John Milton en The Devil’s Advocate: “Vanity, definitely my favorite sin”.

El reconocer nuestras pequeñas victorias personales, esas que vivimos en soledad y en silencio, sin ruido de aplausos o notificaciones, son victorias para quien busca la libertad sin estorbar al otro. Eso es, al menos, lo que decido creer.

El espíritu competitivo de las personas tiene un arraigo mayúsculo. En las grandes ciudades, la cultura de combatividad, es extrema, con una fe que nos hace creer que sin ella, pereceremos. Pero en lugares donde existe una desigualdad profunda, producto de una competencia dispareja, hace un vacío en los competidores. Su lucha interna es silenciada con el ruido, la ansiedad por ser reconocidos.

La insatisfacción —o vacío—, se da principalmente por dos causas: intolerancia y discriminación. En la superficie, es similar a un péndulo: causa y efecto. Pero en el subsuelo, es la lucha interna, la solitaria, la que agudiza nuestro vacío. Porque a pesar de nuestros logros, se ignora nuestro esfuerzo. Y, en muchos casos, nos lo arrebata Otro, por la jerarquización que el progreso promueve.

Esto es —para bien o para mal—, una realidad que debemos de aceptar si deseamos entrar en la competencia. Las reglas son simples, trabaja mucho, prepárate mejor que el otro, y, quizás con esto, sea suficiente para ascender en la escala social y tener derecho a ser reconocido. La lógica de la fórmula, a+b=c, parece ser perfecta, pero no siempre produce los resultados deseados. Sobre todo, en los lugares donde no existe: democracia, y, mentes sin espíritu aventurero.

Cuando la fórmula falla.

La fe que depositamos en la fórmula, nos hace mentirnos; una voz, que grita desde nuestro interior, nos convence de ser víctimas del sistema. ¿Cuál sistema? Nadie lo podría descifrar con seguridad, porque estamos enfocados en respetar y conservar la fórmula. En lugar de analizar y reflexionar, cubrimos esa ignorancia con supersticiones. Construimos una mitología que nos convenga y nos seduzca para creer que la culpa no es nuestra: preferimos el camino del conformismo y la mediocridad, antes que descifrar, lo que en verdad —la esencia—, nos hace felices, libres.

Pero el vacío de nuestra naturaleza primitiva queda ahí, necesitamos ganar, de lo contrario, moriremos sin propósito. Es un bucle infinito para quien mira todo desde la fe y las certezas. Sin embargo, pasa por alto la única certeza de la vida: la muerte.

Este insatisfecho animalito del bosque, tiene que buscar victorias, pequeñas quizás, pero al fin y al cabo victorias, que le permitan continuar dando sentido a su vida. Entonces lanza su lucha y frustración contra los otros, contra los que considera, están por debajo de él, en la escalera del progreso.

Nadie por delante de mí.

Los hombros de una persona cargan muchas frustraciones, entre más cargan, más vacío su espíritu. Este hueco no es otra cosa, más que nuestra incapacidad para contemplar y reflexionar; el vacío es, ignorancia. Y, aunque eso nos hace iguales —todos avanzamos con un tipo de vacío—, nos negamos a aceptar el propio, porque creemos que andamos por la vida con el simple propósito de ser mejores. Para cubrirlo, ponemos por delante características que consideramos superiores a las del Otro: sexo, género, empleo, nivel socioeconómico, clase, raza, etc. Sobre todo en las situaciones de choques de carácter, donde creemos que nuestras características, nos deben de poner por encima del resto de las personas.

Desesperados, buscan la manera por sobresalir, ser diferentes y lograr victorias. Al existir desigualdad en la arena de combate en la que se desempeñan, trascienden su lucha fuera de esta. Compiten en el tráfico, para llegar unos minutos antes que el prójimo, al vacío de sus hogares; consumen los mejores artículos de tendencia; presumen los logros que otros alcanzaron a través del sacrificio propio; proyectan sus vacíos en las victorias de famosos o deportistas que no conocen, pero creen conocer; hacen manifestaciones para obstaculizar el avance de sus iguales y así llamar la atención de quienes los ignoran. En sí, toda acción que los haga sobresalir del resto. Estas pequeñas victorias nos dan la ilusión de llenar el vacío, porque no reconocemos que éste es ignorancia, frustración; no es a causa del sistema. El vacío hace al sistema, no al contrario.

En lugar de manifestarse a través de su trabajo, señalan que por la falta de democracia, son obligados a buscar competencias fuera de sus universos. Esto no significa que sus demandas sean inciertas, o injustificadas. Pero el enfoque, debe de estar alineado con el hecho de que pertenecen a una comunidad global y diversa en su interior. La indiferencia e intolerancia, en el mejor de los casos, producen estancamiento. Pero la mayoría de las veces: retroceso.

El samurai solitario.

Existe quien no ve en sus características nada en particular. Incluso, de manera natural, convive con otras personas, más allá de las diferencias. Su comportamiento da la apariencia de que tiene un propósito claro. Sin embargo, tiene confrontaciones internas, como el resto de los seres humanos. Taciturno, decide resolver las incertidumbres con las que se enfrenta, para alcanzar una libertad que le permita disfrutar de la vida.

Acepta su lugar en el universo. Y, es tan poderosa su competencia interna, que para mejorar su condición, si así lo desea, reconoce en los obstáculos externos aquello que le sirve de palanca y aquello que es mera distracción. Entiende que el sistema social no es jerarquizado; la coordinación de éste es una ventaja para alcanzar su objetivo.

Es solitario, porque son escasos los espíritus libres. Pasamos más tiempo sufriendo como víctimas, justificando nuestros fracasos, en lugar de aprender de ellos. Criticamos todo, en vez de reflexionar con empatía, y reconocer que al estorbar, frenamos.

Conclusiones desde la mirada errante.

Somos distintos en cuanto a nuestras confusiones y luchas internas. Sin embargo, para avanzar, necesitamos funcionar coordinadamente, sin sentir que somos más importantes que el Otro, sino parte de un gran engranaje.

Una de las estupideces más grandes, que promueve la cultura del consumo, es crear competencia en las artes. Distraernos con el espectáculo para agotarnos y hacernos ver fuera de nuestro interior. Esa absurda promoción, que hacen del espectador el jugador doce, implanta la idea en nuestras mentes de que para resolver un conflicto, la mera manifestación, sirve, o es parte de la solución. La verdadera solución radica dentro de nosotros y la forma en como ayudamos al vecino; al de a lado.

Las cosas, los logros, que obtenemos sin el fin de utilizarlas para ayudar a nuestro prójimo, cercano o lejano, se convierten en objeto de vanidad. Es una desgracia, fanatizarse y sufrir sobre acciones, en las que no tenemos ninguna injerencia o control. Peor, cuando descargamos esa frustración sobre el Otro.

Entre más obsesionados estamos con asuntos que nos esclavizan y nos alejan de la reflexión y contemplación, más apáticos nos volvemos para cultivar las semillas que nos den libertad. Entonces, estorbar, se vuelve más sencillo, que cooperar y crear.


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